Hace dos años desde que el entonces presidente Martín Vizcarra en mensaje a la nación indicaba lo siguiente: «Hoy debo informar que en horas de la madrugada se ha confirmado el primer caso de infección por el coronavirus (covid-19) en nuestro país, en un paciente varón, de 25 años de edad, con antecedentes de haber estado en España, Francia y República Checa» (….). Eran las 7:42 am, me dirigía al trabajo por la Vía de Evitamiento con dirección al Norte y no comprendía como aquel lejano virus a miles de kilómetros cobraba vidas en los países de Asia y en algunas partes del mundo, ya estaba entre nosotros.
Lógico que vinieron sensaciones de enojo, de buscar culpables en nuestro precario gobierno de aquel entonces y lo más importante, empaparnos de una vorágine de noticias por internet sobre como se contagia, síntomas, tratamientos, entre otros.
Con el pasar de los días, con Declaratoria de Emergencia Sanitaria a nivel nacional y luego la “bendita cuarentena”, nuestros miedos más irreales se volvían realidad, el no poder salir… la sensación de estar en una pequeña guerra y nuestra casa la trinchera que nos cobijaría varios meses.
Cada día estaba esa obsesión enfermiza de saber cuántos infectados hay, y también los fallecidos. Esta nueva “normalidad” hizo que la internet sea como una especie de tubería donde todos podíamos escabullirnos y olvidar lo que estaba afuera de nuestras casas.
La virtualidad jugó un papel muy importante sobre todo en las comunicaciones, en la educación, en los negocios. Nos “acerco” a lo que antes habíamos perdido: la libertad sin miedo a aquel enemigo invisible que aun acechaba.
Esta pandemia nos debe llevar a algunas reflexiones muy puntuales, como que no estamos preparados a largos periodos de inamovilidad, a compartir espacios con nuestras familias por tiempos prolongados y “conocerlos” aún más en su trato, la conversación o solo estar ahí compartiendo un espacio cerca al tuyo.
El ser humano siempre se adapta por naturaleza a todo, pero la verdadera adaptabilidad seria a nosotros mismos, a poder entendernos, a poder escucharnos y oírnos, a dejar el individualismo, el egoísmo, el pesimismo y a mirar con optimismo los grandes cambios que en adelante vendrán.
Son las 6:35 de la mañana, me apresuro a tomar el bus al trabajo, con doble mascarilla y aún con una botellita de alcohol en mi bolsillo izquierdo del pantalón, ya no con ese miedo de hace 2 años. Las personas a mi alrededor ya no son las mismas tampoco, al fin y al cabo, se comprendió que el verdadero enemigo invisible éramos nosotros mismos.
								
											



